el silencio de Perón y la masacre étnica en
Formosa que fue ocultada durante más de medio siglo
Marcelo Larraquy
Infobae, 28 de Noviembre de
2021
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¿Se intentará ahora, utilizar este antecedente para mezclar temas como la apología del indigenismo y el encasillamiento en la defensa de los derechos humanos a toda represión policial, como en la "masacre de Napalpi"?.
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En marzo de 2020,
la Cámara Federal de Resistencia declaró que la masacre contra el pueblo indígena
pilagá en la zona de Rincón Bomba, Formosa, debía ser calificado como un
“genocidio”. El crimen contra el pueblo indígena, llevado a cabo por fuerzas de
la Gendarmería y la Fuerza Aérea, era de larga data. Había sido perpetrado el
10 de octubre de 1947, durante el primer gobierno de Juan Perón. La sentencia
ordenó la reparación económica colectiva del pueblo pilagá, con inversiones
públicas de infraestructuras y becas de estudio, pero no la reparación
individual de los familiares de las víctimas de la etnia.
La represión de
los aborígenes era una triste herencia del peronismo, gestada desde la División
de Informaciones Políticas de la presidencia de la Nación, que dirigía el
comandante de Gendarmería, general Guillermo Solveyra Casares.
Solveyra había
creado y comandado el primer servicio de inteligencia de la fuerza en la década
del ‘30 e internó a los gendarmes, vestidos de paisanos, en los bosques del
Territorio del Chaco para buscar información que ayudara a capturar a Segundo
David Peralta, alias “Mate Cosido” -a quien popularizó León Gieco en el tema
“Bandidos rurales”- y otros bandoleros sociales que atormentaban, con asaltos y
secuestros, a gerentes de compañías extranjeras y estancieros.
Para la época de
la masacre del pueblo pilagá, Solveyra Casares tenía su despacho contiguo al
del presidente Perón en la Casa Rosada y participaba en las reuniones de
gabinete.
En octubre de
1947, la Gendarmería Nacional, que dependía del Ministerio del Interior,
exterminó alrededor de 500 indios de la etnia pilagá en Rincón Bomba,
Territorio Nacional de Formosa. Más de dos centenares de ellos desaparecieron
durante los veinte días que duró el ataque de los gendarmes, con el apoyo de
la Fuerza Aérea.
La operación
había sido ordenada por el escuadrón de Gendarmería de la localidad de Las
Lomitas en respuesta al temor a una “sublevación indígena”.
Para reducir ese
temor, exterminaron a los indígenas.
El conflicto se
había iniciado unos meses antes.
En abril de 1947,
miles de hombres, mujeres y niños de diferentes etnias marcharon hacia
Tartagal, Salta, en busca de trabajo. La Compañía San Martín de El Tabacal,
propiedad de Robustiano Patrón Costas, se había interesado en contratar su
mano de obra para la explotación azucarera.
Patrón Costas era
el representante político de los terratenientes. Había fundado la Universidad
Católica de Salta, luego fue gobernador de esa provincia y presidente del
Senado de la Nación. Su candidatura a presidente por el régimen conservador
se malogró en 1943 por el golpe militar del GOU. También se acusaba a Patrón
Costas de apropiarse de tierras indígenas en Orán.
Lo cierto es que
una vez que llegaron a Tartagal, los caciques se rehusaron a que los hombres y
mujeres de la etnia trabajasen en condiciones de esclavitud. Habían acordado
una paga de 6 pesos diarios y cuando iniciaron sus labores les pagaron 2,5.
Patrón Costas
decidió echarlos y los aborígenes retornaron a sus comunidades. Eran cerca de
ocho mil.
El regreso se hizo
en condiciones miserables, con una caravana que arrastraba enfermos y
hambrientos. Durante varios días de marcha, desandaron a pie más de 100 kilómetros
hasta llegar a Las Lomitas.
La caravana estaba
compuesta por mocovíes, tobas, wichís y pilagás, la etnia más numerosa.
Tenían la costumbre de raparse la parte delantera del cuero cabelludo,
hablaban su propio idioma, además del castellano, y habitaban en varios puntos
de Formosa. Vivían como braceros de los terratenientes, o de lo que cazaban y
recolectaban.
Luego de su paso
frustrado por Tartagal, se asentaron en Rincón Bomba, cerca de Las Lomitas.
Allí podían conseguir agua. La miseria de la etnia asustaba.
La Comisión de
Fomento del pueblo pidió ayuda humanitaria al gobernador del Territorio
Nacional, Rolando de Hertelendy, nacido en Buenos Aires y educado en Bélgica,
y designado en el cargo por el Poder Ejecutivo el 10 de diciembre de 1946.
La falta de
recursos en las arcas de la tesorería del Territorio hizo que Hertelendy
trasladara el pedido al gobierno nacional.
Perón reaccionó
rápido. Conocía el tema.
En el año 1918,
al frente de una comisión militar, había ido a negociar con obreros de La
Forestal en huelga en el bosque chaqueño y había logrado apaciguar el
conflicto. Les había aconsejado que hicieran los reclamos de buenas maneras.
De inmediato, Perón
ordenó el envío de tres vagones de alimentos, ropas y medicinas.
En la segunda
quincena de septiembre de 1947, la Dirección Nacional del Aborigen ya los tenía
en su poder en la estación de Formosa.
Pero la carga fue
recibida con desidia por las autoridades. La ropa y las medicinas fueron
robadas, los alimentos quedaron a la intemperie varios días y luego fueron
trasladados a Las Lomitas para ser entregados a los aborígenes. Ya estaban en
estado de putrefacción.
El consumo provocó
una intoxicación masiva: vómitos, diarreas, temblores. Dada la falta de
defensas orgánicas, los ancianos y los niños fueron los primeros en morir.
Los indios denunciaron que habían sido envenenados. Las madres intentaban
curar a sus bebés muertos en sus brazos.
El asentamiento
indígena se convirtió en un mar de dolores y de llantos que retumbaban en el
pueblo. El cementerio de Las Lomitas aceptó los primeros entierros, pero luego
les negó el paso del resto de los cuerpos. Ya había más de cincuenta cadáveres.
Los indígenas los
llevaron al monte y enterraron a los suyos con cantos y danzas rituales.
En Las Lomitas se
instaló la creencia de que ese grupo de enfermos y famélicos estaba
preparando una venganza. Se difundió el rumor del “peligro indígena”, una
rebelión en masa contra las autoridades y los vecinos del pueblo.
Desde hacía días,
las madres aborígenes golpeaban las puertas del cuartel de la Gendarmería y
de las casas de Las Lomitas con sus hijos. Al principio se las ayudó. Pero de
un día para otro se las dejó de recibir. La fuerza armó un cordón de
seguridad en su campamento y no se les permitió el ingreso al pueblo.
Más de cien
gendarmes armados las vigilaban con ametralladoras.
El 10 de octubre
de 1947 se reunieron el cacique Nola Lagadick y el segundo jefe del escuadrón
18 de Las Lomitas, comandante de Gendarmería Emilio Fernández Castellano. Era
una entrevista a campo abierto.
El comandante tenía
dos ametralladoras pesadas apuntando contra la multitud de indígenas,
dispuestos detrás de su cacique. Eran más de mil, entre hombres, mujeres y
niños. Muchos de ellos portaban retratos de Perón y Evita.
El cacique exigió
ayuda a la Gendarmería. Querían tierras para la explotación de pequeñas
chacras, semillas, escuelas para sus hijos. Invitó al comandante para que
visitara el campamento y tomara conciencia de sus miserias.
Hay distintas versiones
de cómo sucedieron los hechos.
Una indica que los
aborígenes comenzaron a avanzar hacia la reunión. Otra, que los hechos se
desencadenaron como ya habían sido planeados: provocar una “solución final”
al problema indígena en el Territorio de Formosa.
Como fuese, la
fuerza estatal abrió fuego contra la etnia desarmada. Lo hizo con
ametralladoras, carabinas y pistolas automáticas. Fernández Castellano se
sorprendió del ataque y ordenó detenerlo. Sus dos baterías no habían
disparado. Pero el segundo comandante Aliaga Pueyrredón, que no estaba de
acuerdo con parlamentar con los indígenas, había desplegado ametralladoras en
puntos estratégicos y acababa de dar la orden.
El ataque provocó
la huida de la etnia pilagá hacia el monte. Algunos arrastraban los cadáveres
de sus familiares. Los heridos fueron siendo rematados. La persecución
continuó durante la noche; los gendarmes lanzaron bengalas para iluminar un
territorio que desconocían. Desde el pueblo se escuchaba el tableteo de las
ametralladoras.
La Gendarmería
continuó la matanza porque no quería testigos. Muchos civiles de Las Lomitas,
miembros de la Sociedad de Fomento, colaboraron para que el “peligro indígena”
cesara en forma definitiva y brindaron asistencia logística. Recorrieron los
montes Campo Alegre, Campo del Cielo y Pozo del Tigre para marcar los
escondrijos en la espesura.
Muchos cadáveres
fueron incinerados. La persecución no dejaba tiempo para enterrarlos. Otros
cuerpos fueron tirados en el descampado, en un camino de vacas, y la tierra y
la maleza los fueron cubriendo con el paso del tiempo.
El trauma que
produjo la represión, y el temor a otras nuevas muertes, fue enterrando el
etnocidio bajo un muro de silencio. El diario Norte del Chaco mencionó que había
habido un “enfrentamiento armado” ante la sublevación de los “indios
revoltosos”.
Los diarios de
Buenos Aires, a mediados de octubre de 1947, informaron sobre la incursión de
un “malón indio”, para justificar la masacre.
Perón hizo
silencio.
Nadie de la
Gendarmería fue castigado.
Lo mismo había
sucedido en Napalpí, en el Chaco, en 1924, durante el gobierno de Marcelo T.
de Alvear, aunque en ese caso existió un proceso judicial para convalidar el
ocultamiento.
En Las Lomitas no.
Se calcula que entre 750 hombres, mujeres y niños de distintas etnias, en
especial los pilagás, murieron a manos de la Gendarmería.
Desde 2005, un
grupo de antropólogos forenses realizaron excavaciones por orden judicial en
el cuartel de la fuerza de seguridad. Los huesos que encontraron estaban apenas
por debajo del nivel de la superficie.
La matanza, además
de la tradición oral que se extendió en los pilagá, fue narrada por uno de los
represores , el gendarme Teófilo Cruz, que publicó un artículo en la revista
Gendarmería Nacional.
En 2010 la
documentalista Valeria Mapelman estrenó dos documentales sobre la masacre,
Octubre pilagá, relatos sobre el silencio y La historia en la memoria en el que
logró registrar historias personales de algunos sobrevivientes y sus hijos, y
testigos de la masacre.
Dado que la
incursión de la Gendarmería había contado con el apoyo de un avión con
ametralladora, la justicia federal en la última década -cuando se inició el
expediente-, llegó a procesar a Carlos Smachetti en 2014, que disparó contra
los originarios de la comunidad de pilagá desde un avión que había despegado el
15 de octubre desde la base de El Palomar. Murió al año siguiente, a los 97
años. Otro de los imputados que participó de la masacre como alférez de Gendarmería,
Leandro Santos Costa, luego se había graduado de abogado y fue juez de la
Cámara Federal de Resistencia. Había utilizado una ametralladora pesada para
eliminar a los aborígenes, y la Gendarmería lo había condecorado por su
“valerosa y meritoria” intervención en el hecho. Murió en 2011, antes de que el
proceso finalizara.
En su sentencia de
2020, la Cámara Federal destacó la responsabilidad del Estado Nacional al
momento de la masacre y lo condenó a reparaciones colectivas, un monumento en
el lugar de la masacre, incluir el 10 de octubre como fecha recordatoria, becas
estudiantiles a jóvenes escolarizados y un dinero anual para inversiones de
infraestructura y otro para sostener a la Federación de pilagá. Y calificó la
masacre como genocidio, que había sido rechazada por primera instancia.
Pasaron más de
siete décadas del crimen masivo, y las comunidades indígenas perdieron sus
tierras y los montes fueron arrasados por las topadoras. Todavía viven en las
vías muertas de los ferrocarriles o en la periferia de las ciudades, en busca
de una vivienda, un trabajo o algo para comer. Como hace más de setenta años.